Desde antes de la fundación del mundo, Dios ya había pensado en nosotros. No porque lo mereciéramos, sino porque nos amó primero. A pesar de nuestra rebelión, nuestra independencia y nuestro pecado, el Padre no se alejó: envió a su Hijo.
Jesucristo, el Hijo eterno de Dios, vino no para mejorarnos, sino para rescatarnos. Él vivió sin pecado, completamente justo, cumpliendo todo lo que nosotros jamás podríamos cumplir. Y en la cruz, murió en nuestro lugar. Cada pecado, cada culpa, cada deuda que teníamos con Dios, fue colocada sobre Él. No fue una muerte simbólica: fue el castigo real por nuestros pecados.
Pero ahí no termina. El tercer día, resucitó con poder, venciendo al pecado, a la muerte y al infierno. Su resurrección es nuestra justificación: la prueba de que el sacrificio fue suficiente, aceptado por el Padre, y que ahora ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús (Romanos 8:1).
No somos salvos por cumplir, ni por cambiar, ni por aparentar. Somos salvos por gracia, por medio de la fe. No por obras, para que nadie se gloríe (Efesios 2:8-9). Solo por creer, descansar y recibir lo que Él hizo por nosotros.
Y al creer, somos hechos hijos. No esclavos. No sirvientes temerosos. Hijos amados del Padre. El mismo amor con el que el Padre ama al Hijo, ahora lo ha derramado sobre nosotros (Juan 17:23). Hemos sido adoptados, sellados con el Espíritu Santo y hechos herederos del Reino.
En Cristo tenemos seguridad eterna. No se basa en lo que sentimos ni en cómo actuamos día a día, sino en lo que Él ya hizo. Nuestra salvación no es frágil: está anclada en la obra perfecta de Jesús, en la fidelidad del Padre, y en la presencia del Espíritu Santo en nosotros.
Este es el Evangelio. Esta es nuestra esperanza: Cristo murió por nuestros pecados. Cristo resucitó para nuestra justificación. Y por la fe en Él, somos salvos, seguros y herederos. Todo por gracia. Solo por amor.